viernes, 29 de abril de 2011

NUESTRO PROPIO SACRIFICIO por: Américo Giannelli

El sacerdocio es el más antiguo de los oficios sagrados de Israel. Podemos observarlo en el ejemplo de Noé una vez concluido el juicio de Dios sobre el mundo por medio del diluvio, allí construyó un altar y ofreció un holocausto a Dios. De esta manera el anciano patriarca entablaba una comunicación con la deidad, por medio de un sacrificio en el cual "el Señor percibió el grato aroma" (Gen. 8:20, 21-NVI)

En las Escrituras hallamos que básicamente el sacerdote es aquel que conduce a su familia o al pueblo a Dios, y como dicen algunos comentaristas bíblicos, representa a Dios delante de su familia o pueblo.

A partir de Moisés, con la elección de la familia de Aarón (leer Ex. 28), el sacerdocio dejó de ser privativo del jefe de familia, y pasó a ser desarrollado por personas encargadas expresamente. De la forma en que ellos se conducían, dependían las relaciones entre Israel y Dios. Era el sacerdote quien anunciaba la palabra de Dios y daba garantías de la correcta realización de los actos litúrgicos ordenados en la ley de Moisés.

Ahora bien, en el Nuevo Testamento, con la venida de Cristo a la tierra, nos encontramos con un cambio sustancial. El Señor por medio de su sacrificio perfecto, ha perfeccionado a los creyentes (Heb. 10:14) por lo cual hay absoluta libertad para acceder a la presencia Dios (Heb 10:19-25). El Señor al formar un verdadero "reino de sacerdotes", ha dado a los cristianos un enorme privilegio, el ser sacerdotes, no para ofrecer sacrificios en un altar, ya que la perfección del realizado por Cristo, hace inútil e innecesaria cualquier otra ofrenda, sino el ofrecer "sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo" (1ª Ped. 2:5)

Justamente de este tipo de sacrificios deseamos referirnos en esta oportunidad, es decir el acto por el cual ofrendamos a Dios aquello que Él demanda del cristiano. Observando el Nuevo Testamento, vislumbramos cinco sacrificios espirituales a saber: La entrega personal (Rom. 12:1), la fe como sacrificio (Fil. 2:17), la ofrenda (Fil. 4:18), la alabanza (Heb. 13:15) y la ayuda mutua (Heb. 13:16).

Al mirarlos detenidamente, descubrimos que cada uno de ellos, abarca distintas facetas de nuestra vida en relación con Dios: La consagración, la fe, la mayordomía, la devoción y la conducta de amor al semejante, nos hace recordar los dos grandes mandamientos: " ...Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos" (Mr. 12:29-31).

Nos da la impresión que los cinco sacrificios que se enumeran en la Palabra de Dios, están vigentes en plena igualdad, a nuestro leal saber y entender consideramos que todos ellos son una demanda de Dios a los cristianos.

No obstante parece que vivimos el tiempo de un solo sacrificio. Tal vez, porque éste sea el más atractivo, emotivo y cautivante. Nos referimos al "sacrificio de alabanza". Últimamente, los encuentros más extensos, las convocatorias más grandes, los seminarios más concurridos, los ministerios más requeridos, están relacionados con la alabanza. Quien escribe estas líneas, no tiene ninguna duda que nuestro "Dios es digno suprema alabanza" (Sal.145:3) y que su pueblo debe "cantar la gloria de su Nombre" (Sal. 66:2). Sin embargo notamos un claro contraste: mucho énfasis en la alabanza y poco entusiasmo por los otros sacrificios espirituales, que según nos indica claramente las Escrituras, agradan a Dios.

Es importante recordar que Dios por una parte demanda obediencia total de parte de sus hijos (1ª Samuel 15:22); y por otra, nos hace saber claramente que Él no comparte su señorío (Mt. 6:24).

Teniendo claro este concepto arribamos a la siguiente conclusión: Dios quiere de su pueblo una entrega total, un sacrificio. No nos referimos a sufrimientos o penitencias, sino a la ofrenda que el Señor espera de nosotros y que no es otra cosa que nuestra propia vida.

Es decir que, como sacerdotes los creyentes tenemos la libertad y el privilegio de acercarnos a Dios, con una ofrenda, no para la salvación, sino como una expresión de entrega, adoración y servicio. No sería correcto ocuparnos de un solo aspecto, Dios quiere una consagración total.

En Romanos 12:1, Pablo hace un llamado, un ruego a la entrega de nuestra vida al Señor. Describe esto como un "culto racional". Como se ha dicho en otras oportunidades, las demandas de Dios no son un salto al vacío, sino el ejercicio de nuestra inteligencia que nos permite analizar las "misericordias de Dios", es decir, las características inherentes a su persona y las obras que Él realiza. Haciendo este ejercicio en nuestra mente y corazón, analizando su amor, su santidad, su justicia, su poder, llegamos a la conclusión que los sacrificios espirituales que Él demanda, son ínfimos a la par de la excelencia de su persona.

Quisiéramos destacar uno de los sacrificios espirituales que espera de su pueblo: El hacer el bien y la ayuda mutua (Heb.13:16). Notamos que los otros cuatro sacrificios espirituales se refieren a lo que ofrendamos directamente a Dios. Podemos ver que una ofrenda que también es agradable y aceptada en la presencia del Señor, es aquello que llevamos a cabo cuando hacemos el bien y nos prodigamos ayuda. Es notable el amor de Dios en este hecho, ya que demuestra su cuidado y atención de su pueblo. Servimos a Dios haciendo el bien y ayudando al hermano, acumulamos una ofrenda en nuestras manos cuando somos serviciales con aquellos que nos rodean. Este es un sacrificio que agrada a Dios, y es de bendición a los creyentes.

Finalmente al hablar de los sacrificios, encontramos que Dios ha consumado la ofrenda más grande e irrepetible, su Hijo amado, es la ofrenda perfecta para la salvación, ahora espera nuestra ofrenda, nuestra vida puesta ante su altar: Nuestro propio sacrificio.